
Hoy, 26 de septiembre, hace un año desde aquella primera vez en que la brisa del mar sopló tan fuerte que me alejó de la costa, y caí en el caos controlado de una gran ciudad como Madrid.
Los cambios nunca son fáciles, sobre todo al principio. Pero si algo he aprendido, es justo a eso, a aprender.
Aprendí a pasear sola y dejarme guiar por la Gran Vía; aprendí a desconfiar, para más tarde confiar. Aprendí que con las necesidades, una vez más, se aprende.
Descubrí lo que se siente al tener una hermana mayor; descubrí cómo somos los humanos, seres con sentimientos que se olvidan de sentir hasta que se alejan de lo que quieren; descubrí el valor de una mirada o una sonrisa cuando te sientes pequeño entre la multitud; y cómo no, descubrí cómo se añora el mar y el verde asturianos.
Pero sin duda, si tengo que hacer balance, es positivo. Dejé de lado Avilés, con sus pros y sus contras y me alejé, aunque sólo sea físicamente y por momentos, de mi familia y amigos. Sin embargo, en Madrid encontré una ciudad sorprendente, que aunque en ocasiones ahoga, en otras muchas, te da vida.
Son muchos los buenos momentos bajo la atenta mirada de la Cibeles. Así que hoy, aprovecho para dar las gracias a todas esas personas que han hecho de cada momento, uno especial; y por otro lado, a esas, que desde la distancia, me han apoyado cuando el sol aún no había salido.