lunes, 26 de septiembre de 2011

Un año en Madrid


Hoy, 26 de septiembre, hace un año desde aquella primera vez en que la brisa del mar sopló tan fuerte que me alejó de la costa, y caí en el caos controlado de una gran ciudad como Madrid.
Los cambios nunca son fáciles, sobre todo al principio. Pero si algo he aprendido, es justo a eso, a aprender.
Aprendí a pasear sola y dejarme guiar por la Gran Vía; aprendí a desconfiar, para más tarde confiar. Aprendí que con las necesidades, una vez más, se aprende.
Descubrí lo que se siente al tener una hermana mayor; descubrí cómo somos los humanos, seres con sentimientos que se olvidan de sentir hasta que se alejan de lo que quieren; descubrí el valor de una mirada o una sonrisa cuando te sientes pequeño entre la multitud; y cómo no, descubrí cómo se añora el mar y el verde asturianos.
Pero sin duda, si tengo que hacer balance, es positivo. Dejé de lado Avilés, con sus pros y sus contras y me alejé, aunque sólo sea físicamente y por momentos, de mi familia y amigos. Sin embargo, en Madrid encontré una ciudad sorprendente, que aunque en ocasiones ahoga, en otras muchas, te da vida.
Son muchos los buenos momentos bajo la atenta mirada de la Cibeles. Así que hoy, aprovecho para dar las gracias a todas esas personas que han hecho de cada momento, uno especial; y por otro lado, a esas, que desde la distancia, me han apoyado cuando el sol aún no había salido.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Un hombre cualquiera en la Gran Vía

Rondará los 70. Sobre su cabeza, una boina calada; a juego y en perfecta sintonía con su piel clara, una camisa de cuadros, probablemente de la década pasada.
Come lento y cuidadoso un sándwich cualquiera con un precio no tan cualquiera en una cafetería del centro.
Su mirada… dudo que hoy nadie pueda encontrarla. Se encuentra perdida en un vacío insustancial que no consiguen romper dos bonitas jóvenes con aires frescos y caminar insinuante.
Quisiera saber qué piensa. Quisiera saber, si acaso está pensando o tal vez sólo se deja llevar por la cotidianeidad de un bocado a media tarde.
Lo cierto es que no sé nada. No sé su nombre, ni lo que piensa. No sé qué ocurre en su vida, o si no ocurre nada.
Sólo sé que está solo, como yo, en una cafetería de la Gran Vía.
Sólo sé que la casualidad hizo que aquellas mesas que dan a la ventana y me mantienen distraída, estaban ocupadas y ahora, sin saber tampoco por qué, escribo a mano, como hace tiempo que no hago, sobre una servilleta cualquiera, acerca de un hombre cualquiera que cuenta el dinero con cautela, paga y se va.