martes, 10 de noviembre de 2009

El amor de mi vida.

Recuerdo cada momento como si fuera ayer. Yo tenía por aquel entonces alrededor de los 25 años. Era afortunada, vivía en un pequeño ático, en el centro de Madrid que pagaba poco a poco con mi trabajo como abogada, tal y como siempre había soñado.
Los amigos estaban siempre que lo necesitaba y los compañeros de trabajo me apoyaban en cada decisión.
Respecto a mi vida sentimental, podía estar contenta. Llevaba tiempo saliendo con un chico, era guapo, y digamos que de buena familia.

Pero me faltaba algo…
Siempre fui una persona excesivamente exigente conmigo misma, siempre aspiraba a más y más, aunque eso significara acabar con mis fuerzas.

Aprendí a vivir la vida relajadamente, tomándome las cosas con filosofía, saliendo siempre que quería y entrando siempre que me daba la gana. Era dueña de mi misma, ¿qué más podía pedir?

Pasaba el tiempo, aprendí a ser feliz, poco a poco iba ascendiendo en mi trabajo, aprendiendo del día a día. Mi jefe… mi jefe no era como los típicos jefes. Era un hombre joven, a penas 10 años mayor que yo. No era el típico enchufado, se veía en su cara la satisfacción de tener lo merecido, de luchar por una vida mejor.
Nunca supo posicionarse sobre el resto de empleados, y eso era lo que hacía que todos estuviéramos tan a gusto con él y su trabajo.

Pero empecé a sentirme más a gusto de lo normal, y eso me preocupaba. Realmente era un hombre al que admiraba, pero nunca creí que aquel afecto podría superar la frontera de la profesionalidad.

Era extraño, no dormía con su imagen grabada en mi mente, ni tampoco me despertaba pensando en él, no. Pero he de reconocer que soñaba con él, no lo entendía, pero era así.

Siempre tuve buenas relaciones con los hombres que pasaron por mi vida, pero ninguno impidió nunca que me fuera en un andén perdido a las afueras de la ciudad, ninguno me había regalado una rosa o sorprendido con una bonita cena, ninguno…

Y allí seguía yo, soñando con el hombre perfecto, con aquel príncipe azul…
Mi última relación se había roto hacía apenas unas semanas. –Perdí el interés, sólo te veo como una amiga- eso fue lo que me dijo, y se fue.

Y allí me quedé yo, más colgada que nunca, soñando con mi hombre, con la certeza de que quien había cerrado la última puerta de mi vida, nunca llegaría a serlo.

Pasaron los meses, y ese sentimiento hacia mi jefe quedó estancado. Me prometí a mi misma que no sentiría algo tan fuerte por un hombre totalmente fuera de mi alcance. Sabía que estaba soltero, era un hombre importante y mantenía las distancias, la vida le enseñó aquello de las dobles intenciones, y la prudencia era ahora un valioso tesoro que debía conservar.
Aún así, nunca estaría a mi alcance.

Eran las 12 del mediodía de un lunes cualquiera, recuerdo que estaba tomándome el café de media mañana mientras leía la prensa, y entonces pasó él, Roberto, así se llamaba mi jefe. Me sorprendió su brusquedad y rapidez y a duras penas pude ver su rostro humedecido, y aquella tímida lágrima que caía por su mejilla. Corrió, evitando que nadie lo viera y entró en su despacho, y lo consiguió, sólo yo le vi.

Pasé diez largos minutos pensando qué hacer, sabía que si aquella que estaba allí encerrada llorando fuese yo, él estaría allí preocupándose por mí, pero… esto era diferente. Yo sentía algo por él, por mucho que lo quisiera esconder, había algo tras todo ello. No sabía que hacer.

Al fin me decidí, y tímidamente llamé a su puerta. No contestó, así que me lancé, abrí la puerta y entré sin preguntar.
Se veía tan indefenso, débil… Estaba sentado en su sillón, con las manos en la cara, intentando borrar la huella de aquel disgusto del que parecía avergonzarse. Me acerqué y no supe que decir. Se hizo un largo silencio que sólo él rompió para, entre sollozos decir: -abrázame, abrázame por favor-.

Y eso fue lo que hice.

Pasaron dos semanas, nos cruzábamos por los pasillos, compartíamos comidas de trabajo, pero sin apenas mirarnos. Algo había ocurrido aquel día, no sé el qué, pero ya no podía mirarle igual, y él a mí tampoco.

Sentí miedo, creía que en roce de aquel abrazo podía haber dejado al descubierto todo cuanto sentía, y no podía más.

Pasé noches sin dormir, pero al final me decidí. Dimití. Un buen día me desperté decidida a continuar con mi vida, a buscar mi felicidad lejos de aquel hombre, costara lo que costara, no podía seguir guardando todo aquello dentro de mí. Así que presenté mi carta de dimisión. Recé, recé todo cuanto supe para que él no estuviera en el despacho y por suerte así fue. Piqué, y al ver que no estaba entré. Me acerqué a su mesa y dejé allí el sobre. Pero no podía irme así… Cogí uno de los folios de la impresora, y me puse a escribir:

“Aquí le dejo mi carta de dimisión, se preguntará el por qué, quizá ni yo misma lo sepa, pero no puedo seguir aquí.
Llevo meses cruzándole por los pasillos, tomando tilas a cada descanso, intentando evitar esos extraños temblores que sufría mi estómago en cada encuentro.
Llevo meses intentando ser feliz, conociendo a hombres que no le llegan a la suela del zapato.
Llevo meses… llevo meses sin ser yo, agachando la cabeza, negándome a mi misma una oportunidad para ser feliz. Lejos de conseguirla, he decidido cerrar esta puerta, contigo tras ella, no, ya no te trataré más de usted, no en estas, mis últimas palabras para ti.
Simplemente gracias y adiós”


Doblé la carta y la dejé junto al teclado del ordenador. Antes de salir deparé en su agenda, abierta por aquel día 10 de Octubre, aquel día, aquel abrazo…

No entendía nada, había pasado tiempo desde entonces, y aquella hoja seguía ahí, en blanco, pero arrugada, como si alguien la hubiera apretado con fuerza en varias ocasiones y luego, en un intento fallido, hubiera intentado dejarla como estaba.

No quise pensar más, no quise mirar atrás, me fui.


Intenté rehacer mi vida, borrón y cuenta nueva. Me deshice de mi antiguo número de teléfono, borré mis direcciones en Internet, incluso me fui a vivir a otro barrio mejor.
Conseguí un nuevo trabajo y tras dos años, casi había conseguido olvidarme de él.
Eran las 10 de la mañana, y con sueño acudí a mi cita en los juzgados, otro divorcio. Imaginé que sería una de esas mañanas tranquilas, que, con suerte, pronto podría irme a casa y descansar de la larga semana que estaba viviendo.




Llegué al juzgado, con mi cliente, una guapa mujer de unos 40 años.
Me agarró fuerte y dijo: - ahí está él-.
Miré, sin mucho ímpetu, pero pronto fui yo quien la agarró a ella. No podía, ni probablemente quería creerlo. El abogado contra el que me enfrentaba era él, ni más ni menos, Roberto.

Miré a mis pies, me apresuré a entrar y fijé mis ojos en los papeles que había sobre mi escritorio, sin levantar la vista en todo el juicio.

Terminó, como era de esperar sin acuerdo alguno, pero eso no era lo que me importaba ahora. Se levantó la sesión, y como una adolescente tras su clase de matemáticas salí despavorida.

Llegué a la calle, y grite: - ¡¡¡taxi!!!- (lo sé, suena muy americano, pero en ese momento era lo único que me podía ayudar) Abrí la puerta del coche, y ya con un pie dentro sentí que alguien me cogía fuertemente del brazo.
-Esta vez no, no te dejaré ir- oí decir a mi espalda, me giré y allí estaba, Roberto.

Aún no sé cómo, pero me convenció para tomar un café. Ninguno de los dos atinaba a hablar, hasta que, viendo que el tiempo se acababa él comenzó a hablar.

-"Llevo dos años buscándote, llamando a números desconocidos, picando a puertas en las que me dicen que ya no vives allí. Te fuiste, de la noche a la mañana, sin decir nada, con un único y breve mensaje en un folio doblado.
Sé que soy el culpable de todo esto, nunca fui sincero contigo, nunca te conté por qué lloraba.
Cuando llegaste a la oficina en tu primer día llenaste todo de vida, eras una fuente insaciable de retos, de vida… Me enamoraste. Sabía que eras feliz con tu pareja, así que procuré apartarme cuanto pude de ti, por mucho que me costara, como ves, no fui un mal actor. Llegaron tus días de tristeza, él te dejó, y yo no podía hacer nada para hacerte sonreír. Tu sola fuiste capaz de seguir hacia delante, y siguió pasando el tiempo, hasta que llegó aquel día, 10 de Octubre.
Llevaba tiempo intentando decirte algo, sin saber cómo, alejándome, sin quererlo más y más de ti. Había tenido un día difícil, de aquellos en los que necesitaba uno de tus abrazos pero no podía pedírtelos. Desde el baño oí como dos compañeros apostaban a ver quién de los dos conseguiría antes una cita contigo. Al oírlo algo en mi se desbordó y rompí a llorar. Esperé a que salieran del baño y entonces fue cuando corrí a mis despacho, el resto ya lo sabes…”


Una vez más, no supe que decir, me levanté y le abracé, nos fundimos en aquel, nuestro primer beso, aquel deseado beso.

Tú ahora tienes 20 años recién cumplidos, no hagas como tus abuelos, no seas tan cabezota como fuimos nosotros, y ve a por esa chica, si de verdad merece la pena, no existen miedo ni debilidades, no hay nada que temer. Recuerda, la excusa más cobarde, es culpar al destino.

1 comentario:

SoLe dijo...

A punto de ir al aeropuerto para viajar hacia Lisboa, no se que se me dio por entrar y leer justamente esto...parte de la historia creo que la vivi...fue un 6 de noviembre, me mude, cambie mi nº, y ahora procuro ser feliz....ojala los protagonistas de tu historia tambien lo logren.
"Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias se quedan ahi, ni el recuerdo los puede salvar,ni el mejor orador conjugar..."
Besotes!!